Desde Nashville, Tennessee, Sharley Rodríguez abre las puertas de su historia personal y artística con una calidez desbordante. Migrante guatemalteca, originaria de Morazán, El Progreso, es artista autodidacta, madre y soñadora. Ha hecho del arte un canal profundo para contar lo que a veces no se puede decir con palabras: el dolor de la separación familiar, la nostalgia de dejar su tierra, la resiliencia de quienes comienzan de cero y la esperanza siempre encendida gracias a los pinceles, el papel o el lienzo.
En esta conversación, Sharley comparte cómo el arte la ilusionó desde niña en su pueblo natal, después desapareció por años y más tarde regresó a ella en sus días más duros como migrante en Estados Unidos.
Hoy busca no solo expresarse, sino levantar a quienes también cargan sueños en la mochila. Cree en la niñez, en los ancianos y en el poder de crear, porque cuando más lejos parece la esperanza, está a punto de florecer.
¿Cómo llegó el arte a tu vida?
Desde niña lo sentí como una necesidad vital. En Morazán, El Progreso, donde crecí, observaba a mi tío esculpir figuras en árboles con herramientas que él mismo inventaba. No era solo lo que hacía, sino cómo lo hacía: con pasión y sin palabras, enseñándome con el ejemplo. Entonces yo era feliz con una crayola en la mano. Mi mamá nunca me limitó; al contrario, me dejaba experimentar, ensuciar hojas, crear. Sentí que dibujar me daba sentido.
¿Pudiste estudiar arte formalmente alguna vez?
No. Nunca asistí a una escuela de arte. Tuve un maestro en Morazán que, al ver mi talento, me inscribió en un curso en Antigua Guatemala, todo pagado. Pero no pude ir, por falta de recursos para el transporte y el hospedaje. Era demasiado caro para mi familia, criada solo por mi mamá. Fue doloroso perder esa oportunidad. Tal vez por eso ahora soy tan observadora con los niños y jóvenes: uno nunca sabe frente a quién está ni cuánto bien puede hacer un gesto de apoyo.
Primero pregunté por el arte. Ahora ¿Cómo llega la migración a tu vida?
Migré con el corazón roto. Lo explico: mis padres migraron a Estados Unidos y nos dejaron en Morazán a mi hermana y a mí con familiares. Fue muy dura esa soledad. Cuando tenía 17 años, mis padres se separaron. Mi mamá regresó a Morazán con mi hermano más pequeño. Pero la situación económica era difícil. Fue cuando perdí la beca de arte. Y ella decidió volver a irse a Estados Unidos. Yo no quería volver a vivir el abandono que sentí cuando ellos se fueron la primera vez, y menos aún deseaba eso para mis hermanos.
Le pedí a mi mamá que se quedara con ellos y yo viajé a Estados Unidos. Dejé mis sueños, mis estudios, todo lo que era Shirley. Llegué a Nueva York. Iba lesionada, porque en la travesía me fracturé el pie. Compatriotas de mi comunidad de Morazán, en Nueva York, hacían colectas: uno, cinco, diez dólares. Eso que junté fue mi primera remesa para mi mamá.
Se ve que fue una etapa muy difícil para tí
Muy difícil. Estuve unos diez meses en Nueva York. Después me mudé a Tennessee. Allí vivía mi papá, que me invitó a ir. Conseguí trabajo en McDonald’s, mandaba todo lo que ganaba a mi mamá, pero por dentro me sentía vacía.
Aprendí a ponerme máscaras. A sonreír aunque por dentro me estuviera cayendo a pedazos. Me dolía enterarme de que mis compañeros de instituto se graduaban de la universidad en Guatemala, mientras yo trabajaba y lloraba en silencio. Pero esa etapa me hizo descubrir de qué estaba hecha. Me tocó madurar de golpe.
Ya pregunté cómo llegó el arte y ahora… ¿en qué momento regresa el arte a tu vida?
Un día, agotada y con el alma rota, me compré un cuaderno. Empecé a dibujar mi tristeza. Mi dolor se transformaba en líneas y sombras. Dibujaba familias que no eran, niñas graduándose que no era yo. Lloraba sobre el papel. Mis lágrimas caían sobre los colores. Y así el arte se volvió mi refugio. No pensaba en exposiciones ni en vender cuadros. Era solo mi forma de no ahogarme en la tristeza.
¿Cuándo decidiste mostrar tu arte al mundo?
Fue gracias a mi esposo, Andrés. Él también dibuja. Cuando fuimos novios, competíamos con nuestros dibujos. Él es de Costa Rica. Me animó a mostrar mi trabajo, a creer en el talento que tenía.
Empecé regalando obras, pero él siempre invirtió en mis sueños. Me decía: “No te escondas ni escondas tu arte, tú ya eres artista”. Aprendí que el arte no necesita permisos. Él me ayudó a pelear contra esa vocecita que decía que no era suficiente lo que yo hacía.
¿Qué ha sido lo más difícil como artista?
Enfrentarme a mí misma. Derribar los muros mentales: pensar “no tengo escuela”, “no soy suficiente”, “esto no vale nada”. Aprendí a reconciliarme con mi niña interior, que muchas veces se sintió sola, invisible y quería brillar. Cuando haces las paces contigo, se enciende tu luz. Aprendí que el arte no se valida desde afuera. La validación del arte empieza dentro de uno.
He visto que también pintas sobre prendas, como chumpas y chaquetas
Fue algo espontáneo. Siempre he sido detallista y expresiva. Empecé a hacer chaquetas para mí, luego para amigos. Toda superficie es un lienzo, y no tiene que ser cuadrado. Me encanta que cada prenda sea única, que diga algo de la persona. Pinto leones, águilas, nombres, mensajes. Es una forma de amar, de decirle al otro: “Tú vales, esto es para ti y solo para ti”. Es arte portátil, arte con alma.
¿A qué te dedicas hoy?
Hoy vivo del arte a tiempo completo. Soy parte de “La Misión con Arte” en Nashville. Allí busco talentos, organizamos eventos, ferias, talleres. Animo a que la gente crea y cree arte. Es un trabajo que me hace sentir plena, porque no solo creo, sino que apoyo a otros a creer en ellos mismos.
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