Una historia de Navidad: Norma Pineda se despidió de sus padres hace 20 años en San Ildefonso Ixtahuacán, Huehuetenango. Y este diciembre 2025 le trajo un gran regalo: poder volver a abrazarlos. Este es un relato lleno de emotividad y amor familiar.
Esta historia se presenta como relato en primera persona, de Norma Pineda, migrante guatemalteca en Stamford, Connecticut. Si deseas ver toda su historia, clic aquí.
Exactamente dos décadas sin ver a mis padres.
Veinte años pueden decirse rápido, pero vivirlos es otra cosa. Son veinte años de llamadas, de silencios largos, de cumpleaños a la distancia y de rezos constantes para que algún día, Dios nos permitiera volver a abrazarnos. Y esta Navidad el gran regalo llegó anticipado, el 9 de diciembre.
Yo salí de mi natal San Ildefonso Ixtahuacán, Huehuetenango, con una mochila llena de sueños, pero también de nostalgia. Recuerdo muy bien el día que me despedí de mis papás. Los abracé, les dije que los amaba y partí rumbo a Estados Unidos.
Yo veía el sufrimiento de mi padre y de mi madre. Mi papá, Alfonso Pineda, trabajaba en las minas y ganaba muy poco. Mi mamá, Fabiana Ordóñez, lavaba ropa ajena para sacarnos adelante a mí y a mis hermanos. Yo miraba el esfuerzo tan grande que hacían por nosotros.
Intenté venir a Estados Unidos cuando tenía 14 años, pero no lo logré. Hoy entiendo que Dios sabe por qué no llegué en ese momento. Seguí trabajando, estudiando y siempre le pedía a Dios que me diera otra oportunidad, pero que no fuera sola, que pusiera a alguien en mi camino que me ayudara a llegar aquí para poder ayudar a mis padres.
Esa persona fue mi esposo. Él fue quien me ayudó a cumplir ese sueño. Con el tiempo, aquí en Stamford, Connecticut, formamos nuestra familia y levantamos nuestra empresa, West Stamford Fences. Trabajamos duro, criamos a nuestros hijos, y gracias a Dios nuestra hija mayor, que hoy estudia Medicina y pronto irá becada a Yale. Ella es nacida aquí, pero siempre dice con orgullo: “Soy guatemalteca”. Nuestro hijo ese un gran estudiante, con grandes metas. Eso, como padres, nos llena el corazón. Nuestra empresa sigue creciendo y gracias a Dios, está entre las principales del Estado.
Pero a pesar de todo lo bueno, había algo que siempre me hacía falta: mis papás.
En 2023 solicitaron su visa para poder viajar a Estados Unidos. Mi papá tuvo su cita, pero no se la dieron. No supimos por qué. Mi mamá tenía cita, pero se la fueron atrasando. Aun así, yo nunca dejé de pedirle a Dios que nos diera la oportunidad de reencontrarnos.
Cuando por fin mi mamá tuvo su cita en septiembre de 2025, yo era la más nerviosa. Ella, en cambio, estaba tranquila. Me decía: “No te preocupes, Dios nos va a cumplir este propósito”. El día de la entrevista yo esperaba la llamada para saber el resultado. No sonaba el teléfono. Pasaron horas. Hasta que mi hermana me llamó por videollamada y me dijo que le habían aprobado la visa a mamá. En ese momento nos pusimos a llorar las dos.
Ya que había pasado tiempo, mi papá también volvió a solicitarla. Pero esta vez había una diferencia: Mi hija, que es ciudadana estadounidenses y estudiante destacada hizo la solicitud para que se las otorgaran, porque al cumplir 18 años su sueño era abrazar por primera vez a sus abuelos en Estados Unidos.
Vino la cita de mi papá. Yo le pedía mucho a Dios que la persona que lo atendiera no le hiciera preguntas y que se la diera. Y así fue. Cuando me llamaron para decirme que también se la habían aprobado, otra vez lloramos por videollamada, de felicidad y de nostalgia. Yo ya decía: “Ya los voy a ver”. Ahora había que ver para qué fecha habría disponibilidad de boletos.
Pero ese mismo día, mi esposo y mi hija me dieron una sorpresa: ya les habían comprado los boletos. Iban a viajar a Estados Unidos el 9 de diciembre. ¡Yo no podía creerlo! Me puse a llorar. No había palabras. Se hicieron largos los días.
La noche antes de su llegada no pude dormir. Estaba muy nerviosa. Contaba las horas. El día del viaje quería salir temprano al aeropuerto; sentía que no íbamos a llegar a tiempo, aunque todavía faltaban horas. La espera fue eterna.
Veía salir gente, una tras otra, y mis papás no aparecían. Yo le decía a mi esposo: “¿Qué está pasando?”. Hasta que en un momento volteo a ver y mi hija me hace señas. Veo que traen a mi papá en silla de ruedas. Salí corriendo y lo abracé. Empecé a llorar de la alegría de verlo. A mi mamá la traían por otro lado, así que no pude abrazar a los dos al mismo tiempo. Solté a mi papá y fui corriendo hacia ella.
En ese momento no nos dijimos nada. Solo lloramos y nos abrazamos. Esos abrazos me hacían falta. No había palabras, solo lágrimas y gratitud.
Vino la primera nevada a los pocos días que llegaron. Ellos nunca habían visto la nieve. Fui a avisarles para que la vieran, pero al llegar a la habitación, los vi sentados en la cama, mirando por la ventana cómo caía. Salieron y mi papá jugaba como un niño en la nieve, mi mamá igual. Estaban asombrados. Yo los miraba y sentía que tanto sacrificio había valido la pena.
Hoy puedo decir, sin dudarlo, que este es el mejor regalo que Dios me pudo dar en una Navidad. Después de veinte años, volver a abrazar a mis padres fue cerrar un ciclo, sanar una herida y confirmar que la espera, por larga que sea, a veces también tiene recompensa.
Historias que llegan al corazón
