Haber migrado desde Guatemala a Estados Unidos a los 11 años fue una experiencia difícil para Pablo Mazariegos. Sus padres ya estaban en Raleigh, Carolina del Norte. Su cabeza estaba llena de preguntas y a la vez de ansiedades.
«¿Se acordará mi mamá de mí?, ¿habrá cambiado ella? ¿será que me va a reconocer? Eran las preguntas que me hacía. Acuérdate que era el año 1992: no había celulares, ni redes sociales ni acceso a internet», cuenta Pablo, quien aborda esas mismas cuestiones que son vividas por cientos de niños y jóvenes migrantes que llegan a Estados Unidos para reunirse con sus padres.
Al preguntarle cómo fue el encuentro con su mamá, se le entrecorta la voz y relata: «Cruzamos la frontera de Estados Unidos, pero todavía faltaba mucho, porque mi mamá estaba en Carolina del Norte. Yo no tenía idea de todo el territorio que se debía atravesar. Lo más lejos que yo había viajado era de Ostuncalco a Xela. Pero por fin llegó el momento: yo iba con mis preguntas, dudas todavía…», relata el migrante guatemalteco.
«Abro la puerta del carro en dos segundos veo una señora corriendo hacia nosotros, iba con mis hermanos: venía con sus manos abiertas. Era mi mamá. ¡Mis hijos!, decía. Nos abrazamos. ¡Men, fue algo increíble! Lloramos. Entramos a la casa y nos hincamos en un cuarto para darle gracias a Dios porque fue algo increíble haber llegado desde tan lejos! Y ahora entiendo mucho más la angustia de ella porque soy papá!», cuenta Pablo.