Un amigo que lo recomendó le hizo una sugerencia clave: «Que nunca te vean sin hacer nada. Si se termina la labor que estás haciendo, ponte a limpiar, a barrer, a hacer algo. Por eso al terminar de lavar platos buscaba qué hacer y fue así como me regresaron a preparador. Mi abuelito en Guatemala nos enseñó a cocinar y también a lavar trastes, así que yo estaba acostumbrado a eso», relata.
Lo más difícil de adaptarse al idioma y a la cultura coreana. «Nunca había probado nada de comida coreana, pero fui aprendiendo los nombres en ese idioma. Fueron ocho meses. Pagué mi deuda por el viaje a Estados Unidos y me salí. Llegué a la línea de sartenes del restaurante, a seguir las comandas ¡en coreano! y volví a la construcción porque se ganaba mejor. Pero también se gastaba muchísimo más, en herramientas. Me regresé a la cafetería».
«Como ya había pasado por varias áreas del restaurante, entraba a las 10 de la mañana y salía a las 10 de la noche. Conocía qué hacer en cada una. Pero me especialicé en la repostería asiática. En la pastelería entro a las 2 de la mañana y salgo a las 10 de la mañana«, cuenta.
Al preguntarle el sabor guatemalteco que más extraña, dice: «Las hierbitas, el chipilín, el macuy, los frijolitos con loroco y el caldo de res los domingos. Aquí en Estados Unidos lo podemos preparar pero ya no sabe igual. No hay nada como la sazón de mi abuelita… La llamo cada ocho días, los martes».