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El escritor guatemalteco José Milla hizo una descripción de El Chapín hace más de un siglo y medio, pero los detalles que describe todavía perduran.

Selección del texto Cuadros de Costumbres de José Milla (1822-1882)

El historiador y novelista José Milla escribió esta descripción dentro de sus artículos periodísticos pero después lo incluyó en sus “Cuadros de Costumbres”: su motivación fue el temor a que desapareciera el conjunto de características que retrató en este texto breve. Más de 150 años después, hay características con las que quizás y tan solo quizás más de un guatemalteco se identifique, incluso aunque esté lejos de su patria.

“El tipo del verdadero y genuino chapín, tal como existía a principios del presente siglo, va desapareciendo, poco a poco, y tal vez de aquí a algún tiempo se habrá perdido enteramente. Conviene, pues, apresurarse a bosquejarlo antes de que se borre por completo, como se aprovechan los instantes para retratar a un moribundo cuyo recuerdo se quiere conservar. El chapín es un conjunto de buenas cualidades y defectos, pareciéndose en esto a los demás individuos de la raza humana; pero con la diferencia de que sus virtudes y sus faltas tienen cierto carácter peculiar, resultado de circunstancias especiales.

El chapín es hospitalario, servicial, piadoso, inteligente; y si bien por lo general no está dotado del talento de la iniciativa, es singularmente apto para imitar lo que otros hayan inventado. Es sufrido y no le falta valor en los peligros. Es novelero y se alucina con facilidad; pero pasadas las primeras impresiones, su buen juicio natural, analiza y discute, y si se encuentra, como sucede con frecuencia, que rindió el homenaje de su fácil admiración a un objeto poco digno, le vuelve la espalda sin ceremonia y se venga de su propia ligereza en el que ha sido su ídolo de ayer. Es apático y costumbrero; no concurre a las citas, y si lo hace, es siempre tarde; se ocupa de los negocios ajenos un poco más de lo que fuera necesario y tiene una asombrosa facilidad para encontrar el lado ridículo a los hombres y a las cosas.

El verdadero chapín ama a su patria ardientemente, entendiendo con frecuencia por patria la capital donde ha nacido; y está tan adherido a ella, como la tortuga al carapacho que la cubre. Para él, Guatemala es mejor que París; no cambiaría el chocolate por el té ni por el café (en lo cual tal vez tiene razón). Le gustan más los tamales que un volován y prefiere un plato de pepián al más suculento roastbeef.

Va siempre a los toros por diciembre, monta a caballo desde mediados de agosto hasta el fin del mes; se extasía viendo arder castillos de pólvora; cree que los pañetes de Quetzaltenango y los brichos de Totonicapán pueden competir con los mejores paños franceses y con los galones españoles; y en cuanto a música, no cambiaría los sonecitos de Pascua por todas las óperas de Verdi. Habla un castellano antiquísimo: vos, habís, tené, andá; y su conversación está salpicada de provincialismos, algunos de ellos tan expresivos como pintorescos.

Come a las dos de la tarde, se afeita jueves y domingo, a no ser que tenga catarro, que entonces no lo hace así le maten; ha cumplido cincuenta primaveras y le llaman todavía “niño fulano”; concurre hace quince años a una tertulia, donde tiene unos amores crónicos que durarán hasta que ella o él bajen a la sepultura. Tales son, con otros que omito, por no alargar más este bosquejo, los rasgos principales que constituyen al chapín legítimo; del cual, como tengo dicho, apenas quedan ya unas pocas muestras.