El cuadro presenta a una joven vestida con un traje típico de su región, cuidadosamente elaborado con tejidos de vivos colores y patrones tradicionales que reflejan su herencia cultural. Sobre su cabeza lleva un pequeño tejido que adorna y asegura su cabello, agregando un detalle de elegancia sencilla.
En sus manos sostiene un canasto de mimbre lleno de flores frescas en tonalidades blancas, rojas y anaranjadas, que destacan por su vibrante colorido. El canasto tiene un colgante que permite a la joven llevarlo cómodamente detrás del cuello, dejando sus manos libres mientras se prepara para salir.
Su rostro está iluminado por una sonrisa cálida y serena, que transmite alegría y determinación. La joven dirige su mirada hacia una ventana abierta, desde donde se aprecia un cielo despejado, un imponente volcán y montañas que enmarcan el paisaje. Este escenario natural no solo enriquece la composición, sino que también simboliza la conexión entre la tradición, la tierra y la esperanza de un nuevo día.
La escena captura un momento íntimo y cotidiano, mostrando la belleza de las costumbres ancestrales y la perseverancia de una mujer lista para llevar las flores, símbolo de vida y color, a quienes las esperan en el mercado o en el camino.