La obra presenta a una joven de San Juan Comalapa, reconocible por su traje típico que resalta con delicados detalles de su cultura kaqchikel. Su cabello suelto enmarca su rostro, donde una expresión tranquila y reflexiva se combina con la delicadeza de un ramo de cartuchos blancos que sostiene entre sus manos. Las flores, símbolo de pureza y conexión con la naturaleza, parecen ser sus confidentes en un diálogo íntimo y silencioso.
El fondo de la composición está dividido en dos áreas contrastantes que cuentan historias complementarias. En una sección, una pared negra alberga un tecomate colgado, un elemento tradicional que evoca la cotidianidad y la funcionalidad de la vida en el altiplano guatemalteco. En la otra sección, los colores azul, ocre, corinto y blanco se mezclan con pinceladas expresivas, creando un ambiente vibrante que refleja la riqueza cultural y artística de San Juan Comalapa, conocido por su herencia pictórica.
El contraste entre la sobriedad de la pared oscura y la vivacidad de los colores simboliza la dualidad entre lo ancestral y lo contemporáneo, entre la quietud del pasado y la energía del presente. La escena en su conjunto invita al espectador a reflexionar sobre la relación entre la naturaleza, la tradición y la identidad cultural, encapsulando en un momento íntimo la riqueza espiritual y estética de la vida maya-kaqchikel.